Desde lo que los historiadores actuales llaman revolución neolítica, la humanidad camina por una senda bien distinta de la que surcó durante decenas de miles de años. El nuevo estadio que desde entonces recorremos tiene como nota distintiva la desnaturalización. Tres son sus principales características: olvido de lo que significa ser humano; pérdida de la cosmovisión de todo lo que nos rodea como creación armoniosa y perfecta en la que es posible, casi obligatorio, ser feliz; y ruptura de una relación con los demás seres y cosas basada en el respeto, la igualdad y la admiración mutua ante tanta diversidad y hermosura.
Todo ello ha quedado arrumbado de la mano de lo que denominamos civilización. Sus señas de identidad son el adelanto tecnológico en progresión, el incremento demográfico acelerado y el afán de poder y la codicia individual y colectiva. Sobre estos pilares hemos construido una sociedad que se pretende más allá del bien y del mal y de las reglas de la naturaleza. Y que persigue sin rubor el dominio del mundo y del Universo. Hasta hemos monopolizado a Dios, rebajándolo al papel exclusivo de salvador del género humano.
Nuestra prepotencia es tal que hemos llegado a elaborar una interpretación de la evolución biológica basada en nuestra peculiar percepción de las cosas: la selección de las especies, esto es, la lucha sin cuartel entre las distintas modalidades de vida e, incluso, entre los ejemplares de una misma especie.
Como castigo a tanta torpeza, nuestra errónea concepción de la realidad nos ha conducido a crear el concepto de muerte y a creer firmemente en él, sufriendo ante su inevitabilidad. Nos hemos alejado tanto de la verdadera esencia del Universo que no alcanzamos a comprender que la muerte es un imposible. Un fantasma, sólo eso, de la imaginación humana.
Pero no siempre ha sido así: en las tumbas antiguas no era infrecuente que se inscribiera la vieja frase clásica Et in Arcadia ego (Yo conocí la Arcadia) como referencia a un tiempo anterior al pecado original en el que el ser humano era más feliz, conocía el Nombre de Dios, entendía el lenguaje de los pájaros y sabía que la vida es la única realidad, que sólo ella existe y que la felicidad es su exclusiva razón de ser.
La Arcadia, por tanto, hace referencia a un tiempo lejano, pero que no se ha diluido entre nuestros recuerdos. Debe tenerse en cuenta que nada de lo antes ocurrido se encuentra perdido en nuestra memoria colectiva. Todo lo contrario: de nuestra historia pasada, situada en su arranque a decenas de miles de años de la era actual, permanece una especie de registro al que se suele denominar Anales Akásicos. En el plano espiritual todo se archiva, todo se mantiene, porque el espíritu que está detrás de la materia sigue existiendo aunque ésta desaparezca o adopte modalidades diferentes. Y esto ha hecho posible que tengamos acceso a conocimientos y sucesos que se hunden en la protohistoria de la humanidad.
Si recuperáramos una pequeña parte de aquella sabiduría ancestral nos resultaría fácil comprender que la evolución biológica no se soporta en la lucha, sino en la cooperación; y que son las redes de cooperación las que subyacen y explican la naturaleza y, con ella, el pasado y el futuro de nosotros mismos y de cuanto existe. Igualmente, seríamos conscientes de que para preservar la juventud y la salud del cuerpo debemos impedir que enferme y envejezca el alma. Una gran verdad que se puede utilizar en beneficio propio. ¿De qué forma? La clave radica en ser una persona de bien, serena y honesta, logrando la tranquilidad interior y la consciencia de que la felicidad está a nuestro alcance.
Los factores que más aceleran el envejecimiento son el rencor y los pensamientos amargos, la codicia y el ansia derivada de los deseos de acumulación y poder, los juicios desfavorables sobre los demás y la furia de un orgullo herido. La mayoría de nuestras dolencias derivan de enfermedades morales. Los llamados pecados mortales, cuya esencia y significado se han perdido con el paso del tiempo, aparecen en diversas religiones y reciben tal denominación porque causan muerte de una manera física.
La amistad y el amor, un carácter sencillo, la calma en las decisiones, la moderación en los comportamientos, la racionalidad de la voluntad, la disposición sensitiva hacia lo irracional y el gozo de las realidades que nos rodean no sólo nos hacen felices, sino que nos aportan fuerza y salud. Creer en el bien es poseer el bien. Y poseerlo contribuye a alargar la vida actual, además de abrir las puertas a una mejor más allá del cambio que llamamos muerte.
¿Cómo conseguirlo? Es tan sencillo como practicarlo. Una gimnasia mental que hay que llevar a cabo cada día hasta que sea la forma natural de ser y entender la vida. La paz es el supremo secreto. Paz y, con ella, generosidad y alegría. Los primeros maestros cristianos consideraban la tristeza como el octavo pecado mortal. La maldad es la única cosa triste de este mundo.
Todo ello ha quedado arrumbado de la mano de lo que denominamos civilización. Sus señas de identidad son el adelanto tecnológico en progresión, el incremento demográfico acelerado y el afán de poder y la codicia individual y colectiva. Sobre estos pilares hemos construido una sociedad que se pretende más allá del bien y del mal y de las reglas de la naturaleza. Y que persigue sin rubor el dominio del mundo y del Universo. Hasta hemos monopolizado a Dios, rebajándolo al papel exclusivo de salvador del género humano.
Nuestra prepotencia es tal que hemos llegado a elaborar una interpretación de la evolución biológica basada en nuestra peculiar percepción de las cosas: la selección de las especies, esto es, la lucha sin cuartel entre las distintas modalidades de vida e, incluso, entre los ejemplares de una misma especie.
Como castigo a tanta torpeza, nuestra errónea concepción de la realidad nos ha conducido a crear el concepto de muerte y a creer firmemente en él, sufriendo ante su inevitabilidad. Nos hemos alejado tanto de la verdadera esencia del Universo que no alcanzamos a comprender que la muerte es un imposible. Un fantasma, sólo eso, de la imaginación humana.
Pero no siempre ha sido así: en las tumbas antiguas no era infrecuente que se inscribiera la vieja frase clásica Et in Arcadia ego (Yo conocí la Arcadia) como referencia a un tiempo anterior al pecado original en el que el ser humano era más feliz, conocía el Nombre de Dios, entendía el lenguaje de los pájaros y sabía que la vida es la única realidad, que sólo ella existe y que la felicidad es su exclusiva razón de ser.
La Arcadia, por tanto, hace referencia a un tiempo lejano, pero que no se ha diluido entre nuestros recuerdos. Debe tenerse en cuenta que nada de lo antes ocurrido se encuentra perdido en nuestra memoria colectiva. Todo lo contrario: de nuestra historia pasada, situada en su arranque a decenas de miles de años de la era actual, permanece una especie de registro al que se suele denominar Anales Akásicos. En el plano espiritual todo se archiva, todo se mantiene, porque el espíritu que está detrás de la materia sigue existiendo aunque ésta desaparezca o adopte modalidades diferentes. Y esto ha hecho posible que tengamos acceso a conocimientos y sucesos que se hunden en la protohistoria de la humanidad.
Si recuperáramos una pequeña parte de aquella sabiduría ancestral nos resultaría fácil comprender que la evolución biológica no se soporta en la lucha, sino en la cooperación; y que son las redes de cooperación las que subyacen y explican la naturaleza y, con ella, el pasado y el futuro de nosotros mismos y de cuanto existe. Igualmente, seríamos conscientes de que para preservar la juventud y la salud del cuerpo debemos impedir que enferme y envejezca el alma. Una gran verdad que se puede utilizar en beneficio propio. ¿De qué forma? La clave radica en ser una persona de bien, serena y honesta, logrando la tranquilidad interior y la consciencia de que la felicidad está a nuestro alcance.
Los factores que más aceleran el envejecimiento son el rencor y los pensamientos amargos, la codicia y el ansia derivada de los deseos de acumulación y poder, los juicios desfavorables sobre los demás y la furia de un orgullo herido. La mayoría de nuestras dolencias derivan de enfermedades morales. Los llamados pecados mortales, cuya esencia y significado se han perdido con el paso del tiempo, aparecen en diversas religiones y reciben tal denominación porque causan muerte de una manera física.
La amistad y el amor, un carácter sencillo, la calma en las decisiones, la moderación en los comportamientos, la racionalidad de la voluntad, la disposición sensitiva hacia lo irracional y el gozo de las realidades que nos rodean no sólo nos hacen felices, sino que nos aportan fuerza y salud. Creer en el bien es poseer el bien. Y poseerlo contribuye a alargar la vida actual, además de abrir las puertas a una mejor más allá del cambio que llamamos muerte.
¿Cómo conseguirlo? Es tan sencillo como practicarlo. Una gimnasia mental que hay que llevar a cabo cada día hasta que sea la forma natural de ser y entender la vida. La paz es el supremo secreto. Paz y, con ella, generosidad y alegría. Los primeros maestros cristianos consideraban la tristeza como el octavo pecado mortal. La maldad es la única cosa triste de este mundo.