Debemos extender a todos los seres los derechos que no son exclusivos de los humanos; es decir, aquellos derechos que nos protegen, en algunas sociedades, de la crueldad, del mercantilismo sobre la dignidad y la libertad del ser. Debemos partir del principio de igualdad entre los seres vivos; del principio que tener una mayor inteligencia es un factor diferenciador sólo ante una mayor responsabilidad, pero nunca de una mayor validez de la propia vida. Del principio de cualidad de vida: que una vida tiene el mismo valor que otra manifestación de vida.
El discurso moral de cada época se expresa en categorías distintas (bienes, pecados, deberes). Ahora está en boga la jerga de los derechos. Sin embargo, la noción de derechos no deja de prestarse a todo tipo de malentendidos.
Los derechos no son algo que existan ya dado en la naturaleza y que nosotros nos limitemos a descubrir, como los continentes. Los animales tenemos derechos en un sentido muy distinto que aquel en que tenemos ojos, agallas o vesícula biliar. Los derechos los creamos los humanos mediante nuestras convenciones. La cuestión de los derechos que tengamos es una cuestión convencional, que sólo se plantea en el seno de una sociedad organizada políticamente y provista de un ordenamiento jurídico. Así que la pregunta relevante no es ¿qué derechos tiene tal criatura?, sino ¿ qué derechos queremos que tenga?.
Sin embargo, la tradición occidental enmarcada en el judaísmo, el cristianismo y el islamismo había exagerado el antropocentrismo, mostrando una lamentable falta de sensibilidad hacia los otros animales. Fue el filósofo moral Bentham (+ 1832) quien inició el planteamiento moderno: “Quizá llegue el dìa en que el resto de los animales adquieran los derechos de los que nunca pudieron ser privados excepto por la mano de la tiranìa. Los franceses ya han descubierto que la negrura de la piel no es razón para abandonar a un ser humano al capricho de su torturador. Quizás llegue el día en que se reconozca que el número de patas, la pilosidad de la piel o la terminación del hueso sacro son razones igualmente insuficientes para abandonar a un ser sensitivo al mismo destino”. Un caballo adulto o un perro pueden razonar y comunicarse mejor que un infante de un día o de una semana o de un mes. Pero la cuestión no es ¿pueden razonar?, o ¿pueden hablar?, sino ¿pueden sufrir?.
Que es moralmente intolerable infligir sufrimientos a los animales se ha ido imponiendo entre los éticos contemporáneos.
José Ferrer Mora y Jesús Mosterin (profesor del CSIC y premio Ortega y Gasset de 1999) han contribuido recientemente a este debate. La reflexión moral racional lleva a la universalizaciòn relevante de las normas y derechos. No tiene sentido extender a los seres humanos el derecho de las gallinas a estirar las alas, pues carecen de ellas, y tampoco lo tiene aplicar a las gallinas la libertad de prensa, pues no escriben o leen.
Lo que sí hacen es padecer. Por eso tiene sentido compadecerse de los animales capaces de sufrir y extender a todos ellos el derecho humano a no ser torturados, es decir, a no ser sometidos por la fuerza a dolores atroces.
El miércoles me encontraba en Zafra pasando unos días de descanso. Mientras esperaba la hora de la cena tomando un aperitivo, comencé a ojear el periódico HOY. En su página 19 me encontré el titular “ Descubren en La Agüina un pozo donde tiran a los perros para que mueran”. ¡Horror!, otra muestra de la barbarie exclusiva del ser humano. Todos los principios y razonamientos expuestos anteriormente me oprimen y me embargan la tristeza y la vergüenza de mi especie. Mi paz y tranquilidad son alteradas y no puedo, por mor de mis principios de caballero y cristiano pasar la pàgina.
El jueves a primera hora comienzo las gestiones de información con la idea de adoptar y proteger a ese indefenso ser asustado, herido, rechazado por la más baja brutalidad; desprendido, roto y fijo. Y sabiendo que cuando un ser llega a ese final, ¿ qué camino, qué vida, qué existencia tan dolorosa ha padecido?.
Gracias al apoyo incondicional de Ángela María, mi mujer, y a la ayuda prestada por la doctora Dª Isabel Martìnez, y Alicia de la Sociedad Protectora de Almendralejo lleguè a contactar con la Perrera Municipal de Mérida.
El viernes a las nueve de la mañana partíamos para Mérida la veterinaria Dª Inmaculada Martìnez, hermana de la doctora, y yo. Mientras hablábamos nos invadìan los sentimientos de alegrìa porque salvábamos a la mastin, y la amargura con la que nos íbamos a encontrar: la Perrera: necesaria, cierto; pero producto de nuestra civilización, reducto de tristeza, soledad y muerte.
Isabel: La perra mastin. La doctora Martìnez querìa ser su madrina: su nombre llevarà.
Isabel: El susto de una ardilla. Cualquier espacio le asusta; cualquier gesto lleno de ternura la desconcierta. No entiende lo que le ocurrirà ahora. ¿ Màs daño?. Se refugiò en el rincón de su perrera, ¡pobre infeliz¡, negándose a salir a la vida.
Isabel: Plagada de garrapatas y pulgas. Los ojos infectados; la piel, llena de cicatrices, pegada a los huesos. El terror en su mirada, en su ser. En el coche defecò y miccionò de miedo. ¡Qué menos que comprender su angustia vital, su hambre antológica!. Su absoluta carencia de respeto y amor.
Lleva con nosotros cinco dìas. ¡Como avanza!. ¡Que ganas de vivir!. ¡Que trozo de ternura!.
Ayer se levantò al verme y vino hacia mì. ¡Que alegrìa, que abrazo le di!. Babeó en mi camisa como si el más delicioso manjar le ofreciera. ¡Que grandeza sentí!.
Ahora pienso, tranquilo, que ese mal nacido, que le causó tanto daño, me ha dado la alegría de recoger a un ser de su miseria.
Deseo que con el trabajo de todos, camino difícil, llegue un día que al abrir un periódico sólo encontremos chistes y banalidades: porque las noticias que nos embargan a todos de pena y horror hayan desaparecido de nuestro mundo. Que lleguemos un día a ser lo que decimos que somos: porque nuestro respeto hacia todo aquello que vive es una prolongación de nuestra humanidad.
(A Isabel la recogimos un 18 de abril del Año del Señor de 2002. Escribí estas letras el día 24. Hoy, 4 de diciembre de 2005, hace diez días que la enterré en su jardín. Un cáncer, ese buitre voraz de pico corvo que no respeta la vida, se la llevó. Siempre estará conmigo).